En los últimos años, el lenguaje inclusivo ha ganado una fuerte presencia en los medios, las redes sociales, el ámbito académico e incluso en organismos públicos. El uso de expresiones como “todxs”, “todes” o “compañer@s” despierta tanto adhesiones como rechazos, pero lo cierto es que puso sobre la mesa una discusión profunda sobre cómo el idioma refleja (y moldea) la realidad.

Para quienes lo impulsan, el lenguaje inclusivo es una herramienta para visibilizar identidades no reconocidas por el lenguaje tradicional, en particular aquellas que no se identifican con el binarismo de género. De este modo, no se trata solo de una forma de hablar distinta, sino de un acto político y simbólico.

Sus detractores, en cambio, argumentan que el idioma no debe forzarse y que el castellano ya contempla el uso del masculino como genérico. También suelen sostener que el lenguaje inclusivo dificulta la comunicación o que se trata de una imposición ideológica sin justificación lingüística sólida.

Pese a las polémicas, el lenguaje evoluciona constantemente. A lo largo de la historia, el español ha incorporado términos, modismos y construcciones que antes eran rechazadas. De hecho, muchas palabras que hoy consideramos “normales” fueron en su momento motivo de debate.

En algunos países y ciudades, ya se implementan políticas de lenguaje no sexista en la administración pública, y diversas universidades lo aceptan en trabajos académicos. Es decir, más allá de lo que opine la Real Academia Española, el uso real de la lengua lo define la gente.

¿Entonces, es una moda? Tal vez, como toda expresión cultural, tiene componentes de tendencia. Pero también es un reflejo de los cambios sociales que atraviesa el mundo. Y aunque el futuro del lenguaje inclusivo no está del todo claro, su aparición ya ha dejado una marca difícil de borrar.

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